sábado. 14.09.2024

Fragmentos de ballena

Las ballenas conquistan la imaginación de la gente. Les basta ver un trocito de animal para sentir que la han visto entera, de la cabeza a la cola. Eso también es Islandia.

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Barcos islandeses en busca de ballenas. | FOTO: Mila Ojea

Un viaje son fragmentos de tiempo robados al destino, no importa su duración o dónde empieza ni dónde termina. Lo sabremos mucho más tarde, cuando los recuerdos se convierten en piezas de puzle que encajan perfectamente unas con otras. Algunas permanecerán acordonadas en la memoria, otras cambiarán su apariencia y la mayoría desaparecerá ahogadas por otras piezas que las irán sustituyendo en nuestra mente. Nosotros también somos fragmentos en el tiempo.

-Las ballenas conquistan la imaginación de la gente- me dijo una vez el capitán-. Les basta ver un trocito de animal para sentir que la han visto entera, de la cabeza a la cola.

Eso también es Islandia, escribe Egill Bjarnason.

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Vista del puerto de Húsavík. | FOTO: Mila Ojea

 

Húsavík es un pequeño pueblo en Norðurland Eystra, la región nororiental de Islandia, al que llaman cariñosamente “la capital de las ballenas”. Allí llegué una tarde soleada de julio y me asomé a la bahía Skjálfandi, un horizonte de agua azulado que se apagó en las montañas violetas con arañazos de nieve al morir el día. Su población no llega a los 2.700 habitantes y su aspecto es el de cualquier otra localidad típicamente islandesa: casitas de colores, una llamativa iglesia de 1907 dominando la colina, almacenes de madera y esa alfombra líquida cuajada de barquitos esperando el momento de partir.

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Los viejos almacenes. | FOTO: Mila Ojea

Húsavík aparece con el asentamiento accidental en el año 860 del primer habitante de la isla, el vikingo Gardar Svavarsson, que lo bautiza con el nombre de Garðarshólmi. Una tormenta lo arrastró hasta este recodo asomado al mar de Groenlandia que hoy en día vive de la pesca, la industria local y el turismo. Hasta aquí llegan los viajeros en busca del espectáculo que supone el avistamiento de ballenas. Resulta un lugar especialmente atractivo para estos mamíferos gigantes y entrañables, que han establecido, con su particular carisma, un lazo de convivencia armónico en sus aguas.

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Mar en calma al atardecer. | FOTO: Mila Ojea

La población se convierte así en un epicentro de energía planetaria que atrae a estos seres formidables. En 1997 se inauguró el primer centro informativo sobre las ballenas en Islandia donde cuentan que hay hasta 23 tipos diferentes que van llegando durante toda la temporada en un orden preestablecido por la naturaleza. Así, en turnos inalterables y centenarios, como guiadas por las estrellas, en mayo se observan las ballenas azules, en junio las jorobadas y entre los meses de julio y agosto aparecen las Minke, cuya carne se consume en la isla y llegan a pesar hasta 10 toneladas.

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Arquitectura islandesa. | FOTO: Mila Ojea

Aunque su momento es el verano, verlas es una cuestión de suerte. Además el estío es muy corto ya que estamos a sólo unos kilómetros del Círculo Polar, que nos regala el fenómeno del sol de medianoche. Esos días de luz adormecida hacen más benigna la experiencia del viaje por este norte verde y azul que ilumina los sentidos. Las ballenas vienen atraídas por las aguas ricas en plancton y nutrientes de este clima subpolar. La observación de los cetáceos comenzó en 1995 y fue un éxito. También se pueden avistar orcas, marsopas pequeñas, ballenas de nariz de botella del norte, ballenas sei, ballenas piloto, ballenas fin, ballenas jorobadas, delfines y la mítica ballena azul.

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Nuestro barco. | FOTO: Mila Ojea

Me subí a un barco llamado Bjössi Sör con mis compañeras de ruta y nos proporcionaron unos abrigos impermeables de color naranja fosforito que olían a pescado y sudor. Tras acostumbrarnos al persistente aroma a arenque mohoso que exhalábamos, nos dio un ataque de risa al vernos vestidas de capitán Pescanova y dispuestas a surcar el oleaje. Nos sentamos en los bancos que había en la proa, con una visión privilegiada, y esperamos a que llegaran más personas para la excursión. Aparecieron algunas familias con niños y todos se acumularon en la popa, apretados. Nos extrañó un poco pero en cuanto sonó la sirena y empezamos a navegar, lo comprendimos todo: la primera ola que arreció de frente nos duchó con una ferocidad insultante. Ya remojadas, humilladas y escupiendo sal, perdida nuestra gallardía e inexistente coraje marinero, buscamos una zona más confortable para sobrellevar con inútil elegancia la travesía.

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Observando las barbas de ballena. 

Cada día contábamos las mismas historias y los mismos chistes y veíamos el mismo horizonte. Hacíamos eso de primavera a otoño, hasta que las ballenas abandonaban la bahía y se dispersaban desde Islandia hacia todos los rincones del globo, recuerda Egill.

Había un mar rugoso pero azul. Pasamos al lado del islote Lundey, en cuyos acantilados se agolpaban y guarecían los frailecillos. Después entramos en la bahía, un ensanchamiento de la mirada inusual y puro. Había más barquitos desperdigados y por megafonía, desde la cabina, nos iban indicando la vaga posibilidad de avistamiento que necesitábamos.

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Islote Lundey. | FOTO: Mila Ojea

Esa dulce hostilidad del oleaje resulta un juego de engaño intermitente. Las luces y sombras fantasmales siempre parecen fragmentos del animal. Pero, finalmente, la suerte nos sonrió y asomó en espiral, juguetona y trepidante, una ballena tornasolada haciendo piruetas con regocijo sobre la línea marina. Fueron apenas unos segundos pero me invadió aquella sensación desconocida y cautivadora: ese trocito de cola o aquel vientre blanquecino como un cartílago eran la prueba latente de que la ballena entera respiraba, se retorcía, bailaba y se ofrecía gozosa a nuestros ojos.

Existía.

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Mi fragmento de ballena. | FOTO: Mila Ojea

Bastó una chispa de tiempo para atrapar lo percibido y la realidad, la prodigiosa vida sumergida que me rodeaba, una apertura a la brevedad. ¡Qué miserablemente pequeños somos los humanos! Allí, en la planta baja del mar, se recolocaron mis ausencias. Nuestra concepción del mundo no debe ser inflexible. Volvía a mí la dicha, mi imaginación había vuelto a ser conquistada. Ese asombroso cuerpo sólido y vibrante que vivía por debajo del aire era mío y sólo mío en ese segundo eterno.

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Cae la tarde sobre el puerto. | FOTO: Mila Ojea

Volver a tierra fue despertar de un encantamiento. Pero la suave caída de la tarde me regaló una pinta de cerveza fría en una cálida terraza y una cena entre amigas en una cabaña reconvertida en restaurante. Allí, mientras saboreaba un delicioso ratatouille, no podía apartar los ojos de ese atardecer dorado que ardía sobre el agua y otorgaba una lentitud embriagadora al regreso a puerto de las últimas barcas. Decía adiós a los filosos restos del día. Habitar la calma, sólo eso pedía.

Escribió Alejandro Palomas: Duermo sobre el mar. El mío es verde y cuando sopla el viento la marea baila entera. Verde, verde en todos sus tonos. Es mi mar y por las mañanas saluda temprano. A veces, de noche, oigo susurrar a mis ancestros. Todos son ahora trigo, marea verde, mar y viento. ¿No lo somos todos, acaso?

Entonces lo supe.

Islandia soy yo.

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