domingo. 08.09.2024

Cada minuto muere un minuto

Hueso a hueso, cabello a cabello, la Mujer Salvaje regresa. A través de los sueños nocturnos y de los acontecimientos medio comprendidos y medio recordados. Hoy, asomada a una ventana que mira a la vida animal en toda su pureza.
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Un elefante y un búfalo en la charca keniata de The Ark Lodge. | FOTO: Mila Ojea

The Ark Lodge es un peculiar alojamiento ubicado en Nyeri con forma de cabaña gigante de estilo colonial construido en medio de la nada. El minibús en el que me llevaron se balanceaba por las cuestas de los caminos pedregosos levantando una nube de polvo a su paso. La edificación apareció a lo lejos, sumergida entre mares de árboles, en un claro de bosque cerrado. Asomaba su tejado por encima de las copas, protegido y envuelto por la naturaleza salvaje e insondable de Kenia. Imaginaba una descarga energética gravitatoria sobre su esqueleto de madera.

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Pasarela de entrada. | FOTO: Mila Ojea

Se accede a través de una pasarela flotante que impide que los animales lleguen hasta allí y deposita al viajero en el nivel uno de la construcción. Cuando entré en mi habitación me sorprendió la sencillez casi infantil de la estancia, con tres camitas individuales en muy poco espacio y una pequeña ventana. Pero fue entonces cuando se produjo la magia: me asomé desde ese trozo de cristal que era mi única unión con el mundo exterior y quedé boquiabierta al ver una charca llena de búfalos, aves, antílopes, facóqueros y, sobre todo, elefantes. Es un espectáculo contemplar la vida animal con toda su pureza desplegándose ante nuestros ojos con total naturalidad: unos vienen, otros van, unos se bañan, otros atraviesan el fango a duras penas, alguno se enfada y se muestra agresivo con sus congéneres, otros abrevan tranquilamente…

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Vista de la charca desde mi ventana. | FOTO: Mila Ojea

Dicen los lugareños que aquí la tierra es rica en ciertos minerales que atraen especialmente a los animales. Pasé horas viendo todo lo que acontecía desde las diferentes terrazas, salones y miradores de este lugar encantado. Yo, y todos los que allí nos alojábamos, totalmente hipnotizados por la actividad  que se desarrollaba en el exterior. Aunque ya había viajado por África anteriormente y había tenido múltiples ocasiones de ver a los animales en diferentes safaris, no dejaba de deleitarme la oportunidad abrumadora de tenerlos tan cerca, escuchar su respiración arenosa, a mi disposición sin peligro alguno, sin interferir en sus vivencias, sin tener los pies hundidos en el barro.

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Elefantes en familia. | FOTO: Mila Ojea

La diferencia aquí es que los elefantes venían en familias muy numerosas y había multitud de pequeñines como jamás había contemplado. Calculo por su tamaño que apenas tenían semanas de vida y trotaban alegremente pegados siempre a los pesados cuerpos de sus progenitores, absorbiendo de ellos las primeras lecciones de vida, construyendo su carisma, abiertos a la praxis y la herencia. Tendían a esconderse entre las patas del resto de la manada, como columnas que los protegían de cualquier riesgo. Despertaron en mí una ternura inconmensurable. No podía dejar de sonreír observando la torpeza de sus movimientos, el espeso polvo rojizo acartonando su epidermis arrugada, lo vulnerables que resultan, su inseguridad, la manera en que agitan y manejan su trompa, y esas cómicas pestañas otorgadas por la madre naturaleza cuyo tamaño excede la lógica.

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Anochece en el cielo de África. | FOTO: Mila Ojea

Cayó la noche muy pronto, demasiado pronto. Me quedé un rato fotografiando la última luz, el último rayo abriendo una herida en la masa nubosa, sobre las ramas desnudas de los árboles que alfombraban la selva. Después la oscuridad se llenó de sonidos extraños imposibles de identificar. Estábamos en el corazón del Parque Nacional de Aberdare, a 2.300 metros de altitud, por lo que hacía bastante frío. Hablo de ese frío inusual que uno nunca imagina ni espera en este cálido continente. El personal vino a poner una bolsa de agua caliente en mi cama, lo que me retrotrajo a mi infancia, pues no hay calefacción de ningún tipo. Agradecí el detalle. Mucho.

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Uniendo trompas. | FOTO: Mila Ojea

Dediqué las primeras horas de la noche a leer tranquilamente a la luz de una lámpara embozada en la manta de mi diminuta cama y, aunque me habían avisado de que la cena se servía entre las 19:30 y las 21:30 horas, no bajé al comedor porque no sentía hambre y estaba encantada en la soledad de mi cuarto. Había un detalle en la habitación que me llamó mucho la atención: una alarma sobre el cabecero de la cama. Resultó que sonaba cuando sucedía algo en la charca fuera de lo normal, por si uno quería asomarse a la ventana a curiosear. Cada uno decidía si la dejaba encendida o apagada. Se activaba con el movimiento y prendía las luces exteriores que iluminaban los alrededores del lodge para que pudiéramos ser testigos de algún acontecimiento extraordinario.

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Antílope solitario. | FOTO: Mila Ojea

A las 21:00 llamaron a la puerta de la habitación e hice caso omiso. No esperaba a nadie y no conocía a nadie allí. Como no contesté, enfrascada en la felicidad de mi libro, mi bolsa de agua caliente y mi soledad, abrieron la puerta y entró una empleada del hotel. Me quedé a cuadros porque había cerrado con el pestillo de madera interior y no comprendía cómo había podido acceder con tanta facilidad. Pero me sorprendí aún más cuando me dijo que no había bajado a cenar y que debería hacerlo porque la cena era muy importante para la salud. Así mismo me lo soltó. Argumentó todo esto en modo maternal y cariñoso mientras yo le daba vueltas a cómo demonios había abierto la puerta tan alegremente. Le confesé que no tenía hambre pero insistió una y otra vez amablemente en que bajara al comedor.

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Paseo familiar. | FOTO: Mila Ojea

-Pareces mi madre… -le dije bromeando. Sonrió, pero estaba empeñada en que fuese a cenar así que finalmente tuve que claudicar y hacerle caso ante su insistencia. No me quedó más remedio que rendirme. Dijo que me esperaba abajo y se marchó la mar de contenta. Cuando un rato después entré en el comedor, estaba en la barra de la zona de cafetería junto a dos compañeros suyos, que me miraban divertidos ante mi aparición estelar.

-Estaba metida en mi cama cuando esta chica me ha convencido de que tenía que bajar a cenar, como si fuera mi madre. Así que aquí estoy –les expliqué con los brazos en jarras.

Uno de ellos se acercó y engarzó su brazo con el mío diciendo:

-Ya que ella ejerce de tu madre, yo seré tu padre hoy. ¡A cenar!

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Agua y vida. | FOTO: Mila Ojea

Y me llevó al comedor, donde ya no quedaba nadie. De hecho estaban preparando las mesas para el desayuno. Allí cené sola, pero absolutamente mimada por todo el personal. Supongo que les parecía raro que no tuviera con quien hablar. Se acercaban a charlar y me preguntaban de dónde era, si me estaba gustando Kenia y ese tipo de cosas. Sé que suena a tópico pero yo vi en ellos una sonrisa amable y sincera, más allá del hecho de que yo sólo era una turista que pagaba por pasar allí la noche y nada de mí quedaría cuando me fuera.

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Estampa animal. | FOTO: Mila Ojea

Después me fui a dormir y la alarma de los animales que había activado no sonó durante la noche. Todo estaba bien. Hueso a hueso, cabello a cabello, la Mujer Salvaje regresa. A través de los sueños nocturnos y de los acontecimientos medio comprendidos y medio recordados. La Mujer Salvaje regresa. Y lo hace a través de los cuentos, como escribió Clarissa Pinkola Estés.

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El comedor visto desde fuera. | FOTO: Mila Ojea

Por la mañana aún pude ver un par de antílopes desde el otro lado del cristal, en la panorámica que ofrecía el comedor, mientras sostenía en mis manos una taza de café caliente, mi ancla en la realidad. Tras el desayuno, recogí mis cosas y cuando salí del Ark Lodge, vinieron todos a despedirme como si fuéramos una gran familia. Me sentí bendecida. Y les di dos besos a cada uno, a mi estilo, y se reían mucho dentro de su desconcierto, mirándose unos a otros.

-Vuelve pronto a vernos –me pidieron. Ojalá, pensé.  

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Sumisión. | FOTO: Mila Ojea

Continué camino, con mi corazón zahorí y mi libro bajo el brazo. Siempre en busca de lo que no sé, en el vértice de todo. La mujer salvaje regresa. Con su territorio emocional a veces arrasado, a veces rebosante de petunias. Cada minuto muere un minuto. Dejé atrás mucho más que un día: hablaba una jungla, olía a niebla. Y en mi cabeza cantaba Jorge Drexler: Lo que dejo por escrito / no está tallado en granito / yo apenas suelto en el viento / presentimientos. / Pido lo que necesito: / tinta y tiempo, tinta y tiempo…

Cada minuto muere un minuto
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