viernes. 18.10.2024

De la vida en pausa

Del pasado se huye, pero se regresa para buscar resguardo, en un movimiento contradictorio. El pasado es nuestro futuro, reflexionaba David Trueba. Prueba de ello es el pueblo más viejo de la isla de Corfú. 

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Restaurante tradicional griego en Old Perithia. | FOTO: Mila Ojea

De la vida sin prisa hablo mucho por aquí. Pero hoy voy a ir más allá y les hablaré de la vida en pausa. Y es que viajar permite cosas tan insospechadas como regresar al pasado y recrearse en lo que permanece quieto, intacto e insoslayable. Sí, aún se pueden encontrar lugares así, perdidos en la memoria, ajenos al avance (a cierto avance, claro), anclados en la calma.

Old Perithia es el pueblo más viejo de la isla griega de Corfú. Para llegar aquí tendrán que recorrer una carretera serpenteante y estrecha que quizá les haga claudicar en ciertos tramos pero merece la pena continuar hasta el final. Tomen el desvío de la costa entre Kassiopi y Acharavi y no se amilanen. El paisaje de colinas llenas de flores ayudará a perseverar y alcanzar la meta.

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Monte Pantokrator. | FOTO: Mila Ojea

Una vez allí encontrarán un tesoro. Les envolverá el silencio y la brisa de la montaña, una serenidad desconocida, la ausencia de urgencia. Están en el lugar adecuado y en el día adecuado, pronto lo sabrán. A la entrada del pueblo se alza el campanario rosado de Agios Iakovos (San Jacobo de Persia), un monumento religioso único, y al otro lado se encuentra su iglesia más antigua, San Nicolás de Petra, que es precristiana. Este enclave singular de origen veneciano fue antaño refugio de piratas por aquello de “ver pero no ser visto”, protegido bajo la ladera norte del monte Pantokrator, de 908 metros, el punto más alto de la isla.

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Iglesia de Agios Iakovos. | FOTO: Mila Ojea

Las mareas jónicas trajeron consigo un flujo constante de incómodos merodeadores y mosquitos portadores de enfermedades. Para evitar estos peligros muchos isleños se movieron gradualmente al interior, donde utilizaron la abundante piedra local para construir aldeas agrícolas. Las tierras circundantes eran ideales para la cría de ovejas y el cultivo de olivos y viñas. El único ejemplo sobreviviente de esa convulsa época del dominio bizantino es la pequeña Perithia, que se convirtió en una aldea próspera.

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Flores entre las ruinas. | FOTO: Mila Ojea

En los 60 el auge del turismo y la riqueza que trajo hicieron que la gente que vivía aquí regresara a la costa para aprovechar el fenómeno económico, haciendo que la degradación del pueblo fuera más rápida de lo previsto. Casas derruidas, plantas y árboles creciendo por todos los recovecos, iglesias cayendo por envejecimiento, caminos degradados. La pasión de una pareja que llegó aquí en 2010 y se enamoró del entorno ha hecho que la vida regrese y convierta las ruinas en nuevas posibilidades. Su proyecto de reconstrucción revitalizó la zona con la restauración de varias casas.

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Mesas preparadas para los comensales. | FOTO: Mila Ojea

Sólo si vienen entenderán lo fácil que resulta amar este templo de naturaleza y silencio. Su nombre primigenio es Paleá Perithia, fue la primera sede del municipio de Kassiopi y ostenta el título de Patrimonio de la Humanidad desde 1980. Los primeros registros de asentamiento permanente datan del siglo XIV. En su día fue el pueblo más rico de la isla, a mediados del siglo XVII había 130 casas construidas completamente a mano y rodeadas de 8 iglesias. Más de mil personas residían en estas fértiles tierras.

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Los colores de Grecia. | FOTO: Mila Ojea

Quedan restos de una histórica torre de vigilancia. Varias casas se han convertido en coquetas tavernas (sí, está bien escrito) con sillas de colores y manteles de cuadros que mantienen viva la maravillosa gastronomía griega. Nikos Heidaris regresó a su pueblo después de pasar veinte años perfeccionando la cocina que sus abuelas le enseñaron, restauró la casa familiar –un edificio abandonado de 1872- y abrió la taverna Ognistra donde ahora ofrece gallo pastitsada, galeos burdeto, sofrito de ternera, strapatsada, tsigareli y ensalada de naranja tradicional. Una de las esencias del viaje es entregarse a los placeres culinarios.

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San Nicolás de Petra entre los arbustos. | FOTO: Mila Ojea

Con la compañía de lánguidos gatos que bostezan a la hora de la siesta bajo lámparas hechas con calabazas podrán tomar un café sentados en alguna terraza, a la sombra, mientras escuchan el canto penitente de las cigarras. Los campanarios apagados que asoman entre los arbustos ya no molestan al visitante. Nos rodean los cerezos, las higueras y membrillos, y los robles que antiguamente servían para construir barcos venecianos. También queda una escuela con un escudo de armas de una familia noble local, cerrada en 1940, y una vieja panadería, testigos mudos de lo que una vez fue todo. Un desafío a la utopía, un rayo de luz. La línea azul del mar asoma a lo lejos.

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Arcos centenarios entre la maleza. | FOTO: Mila Ojea

C. y yo paseamos hasta las últimas construcciones desmoronadas. Me gustaba esa ausencia de tiempo impresa en cada grieta, la abundancia de hierba y horas. Si la prosa es una casa, la poesía es un hombre corriendo en llamas a través de ella, decía Anne Carson. Nos asomamos a las puertas oxidadas que desvelaban el vacío de la vida que una vez había transcurrido allí. El poso humano estaba presente en cada rincón. Tal vez en alguna habitación de aquellas, con restos de ceniza aún en la chimenea y paredes ennegrecidas, alguien había sido feliz.

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Ventana con flores. | FOTO: Mila Ojea

Vendrá un verano a morir entre estas paredes y pondremos nombres nuevos a las flores, pensé. El mundo se construye piedra a piedra, como esta aldea que se niega a caer en el olvido. Con sus casas sin tejado habitadas por la selva y la desintegración. Con sus tejas que esconden nidos y ramas secas. También yo me revuelvo ante lo insufrible.

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Comedor al aire libre. | FOTO: Mila Ojea

Hay pasado en todas partes. El pasado está posado sobre nosotros como el polvo sobre los muebles. Hay pasado en el presente y hay pasado en el futuro. Impregnado, agarrado, diluido, difuminado, mezclado, empastado, desenfocado. Hay pasado en el recuerdo, en el gesto, en los rasgos, en las frases por decir, en las soluciones. Hay pasado en la imaginación, que a veces es un proyector de experiencias vividas. Hay pasado en los pasos por dar, en la carrera por delante, en la mirada, en el cuento, en el invierno, en los sabores. Las canciones están hechas de pasado. No hay canciones futuristas, es un arte sin ciencia ficción. Hay pasado en las pasiones, en la desdicha, en los sueños. Hay pasado en el porvenir, en los planes de futuro y hasta en las hipotecas. Hay pasado en tus hijos, en tus nietos, en sus gestos, en sus nombres. Hay pasado en la calle de tu ciudad, en las afueras, hay pasado en cada persona, incluso en las que no han nacido aún. Del pasado se huye, pero se regresa para buscar resguardo, en un movimiento contradictorio. El pasado es nuestro futuro, reflexionaba David Trueba.

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La vida en Old Perithia. | FOTO: Mila Ojea

Después volví a mi casa, guardé los últimos vestidos del verano, me enfrenté a un nuevo invierno. Me sorprendió cuán rápido escapa todo. Ya lo sabía, pero me sorprendió. Volví a ser la misma, lejos ya del viaje, del relámpago que me impulsa, envuelta en mi bufanda, aturdida, exhalando pasado. Volvió el frío, la niebla, la esperanza de una primavera incandescente. Pero ya nada podía borrar aquella tarde de fuego.

La vida es preciosa, lo juro.

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