domingo. 12.05.2024

Sitios en los que se agazapa la promesa

Una puesta de sol en el italiano Valle d´Orcia es una reconciliación con la vida que la casualidad puede regalar al viajero. No hace falta más que olvidar los planes y girar el volante en esa curva que el instinto reconoce...
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Vista del Valle d´Orcia desde la muralla de Pienza antes del anochecer. | FOTO: Mila Ojea

Me pasa algo curioso con el tiempo cuando viajo. Por un lado, las vivencias son tan intensas que es como si las horas se estiraran para poder acoger cada emoción, cada instante, cada frase, cada escenario. Llego agotada al fin del día y entonces, al hacer inventario de esa magia sucedida, me doy cuenta de que todo ha pasado muy deprisa y que en realidad las horas han volado. En esa dicotomía constante vive el viajero, en atrapar lo efímero, en contabilizar lo incontable, en guardar lo volátil.

Pues eso me sucedió en Pienza, un pequeño pueblo de la Toscana que reina en lo alto de una colina y divisa una alfombra esmeralda de campos cultivados y ofrecidos al sol. Llegué allí por casualidad, así son los regalos de la vida. Estaba en mi lista de lugares que quería ver pero no era el día elegido, sin embargo, ya en ruta, apareció un letrero con ese nombre en la cuneta de la carretera que transitaba señalando que estaba a 20 kilómetros y decidimos girar en ese cruce que el destino había puesto para nosotros. Qué suerte de elección.

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Vista de Pienza desde la carretera. | FOTO: Mila Ojea

Desde el asfalto, cuando uno se acerca a ese horizonte de casitas acumuladas en el collado, ya distingue perfectamente su tamaño cómodo, familiar, como esperando al viajero para acogerlo dentro de su abrazo. Todo el perímetro es abarcado con la vista. Una vez dentro se abre como un ramillete de calles empedradas y estrechas que esconden iglesias, relojes encapsulados en las torres, tabernas y plazas bucólicas donde los niños juegan al fútbol sin preocupación alguna.

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Torres y relojes. | FOTO: Mila Ojea

Recorrimos sus venas de piedra encontrando tesoros a cada paso: aquí un giardino habitado por las palomas, aquí un muro de hiedra retorcida, allí una fontana fermentando la primavera, o un patio que es una sinfonía de glicinias en su apogeo, allá una tienda de mermelada y queso Pecorino. Ya empezaba a agazaparse el sol, latían sus rayos en líneas horizontales y cubrían la tarde de esa pátina sepia y jugosa que imprime un halo extraordinario a la normalidad.

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Las fachadas apretadas. | FOTO: Mila Ojea

Entramos C. y yo a un taller de cerámica porque yo buscaba unas tazas que representaran de algún modo nuestro viaje. Al fin di con ellas, pequeñas y manejables, con el dibujo hecho a mano de un paisaje toscano por excelencia: verdes colinas, cipreses oscuros, el detalle de unas amapolas dando color a los recuerdos, las golondrinas sobrevolando el cielo. Ya estaba toda la memoria recogida en ese diálogo colorido entre la realidad y la ficción. Compré tres unidades que después repartí a mis compañeros de camino, para que las llevaran a sus hogares y, cuando las llenasen de café, tiempo después, en un otoño lluvioso, cualquiera de sus vidas, no pudieran olvidar que estuvimos allí, en ese dibujo, y todo fue real.

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El Valle d´Orcia desde Pienza. | FOTO: Mila Ojea

Alcanzamos caminando la calle donde la muralla se convierte en un mirador, la via del Casello, que se asomaba al abismo de esa melancolía nueva que nos embargaba. Todo estaba allí: las colinas, los árboles, la humedad de la tarde, las lechuzas, las campanas lanzadas al viento, la última luz del día. Verde y más verde hasta donde alcanzaban los ojos, líneas interminables, el pico volcánico del Monte Amiata perteneciente a los Apeninos, los pueblos de Radicofani, Montalcino, Rocca d’Orcia y San Quirico, el monasterio de Sant’Anna in Camprena, una cascada de sensaciones. El mundo entero comprimido en la belleza incontestable del Valle d´Orcia.

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Un portal con flores. | FOTO: Mila Ojea

Apenas dos mil personas habitan Pienza, este recodo de piedra y campiña detenido en el tiempo. Su primer nombre fue Corsignano y aparece mencionado en el  Decamerón de Boccaccio. En 1405 nace aquí un niño llamado Enea Silvio Piccolomini, que acabaría siendo el Papa Pío II, y encargó al arquitecto Bernardo Rossellino la construcción de los palacios que se reparten por estas calles medievales.

Un impulso vital, un lunes que no parecía lunes. Sin fatigas, sin astillas, sin ruinas, perfumado de naranjos. Italia en todo su esplendor.

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La plaza al atardecer. | FOTO: Mila Ojea

Rediseñaron urbanísticamente todo el pueblo con el objetivo de lograr la “ciudad ideal” del Renacimiento. El nuevo trazado conectó mediante el Corso Rossellino, la calle principal, las dos puertas de la muralla –de Porta Prato hasta Porta al Ciglio- y los edificios se proyectaron alrededor de la plaza principal. En 1462, mediante bula papal, Corsignano se rebautizó con el nombre de Pienza que aún conserva. Ya fuera por mecenazgo o por vanidad, el espíritu de la ciudad había cambiado para siempre. En realidad es una población inacabada, pues la muerte del Papa detuvo la magna obra, pero su legado, inmenso, permanece.

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El pozo. | FOTO: Mila Ojea

Recorrimos admirados la Piazza Pio II, con su forma trapezoidal y su característico pozo, un derroche cultural que aglutina la catedral de Santa María Assunta, el palacio Piccolomini, el Ayuntamiento y el palacio Borgia, que unido al palacio del cardenal Francesco Jouffroy di Arras forma el palacio episcopal, ahora sede del museo diocesano. Para construir los nuevos palacios, Rossellino demolió muchas casas de los habitantes de la antigua Corsignano, que fueron trasladados a doce casas construidas en paralelo a los grandes palacios del Corso. Esas nuevas viviendas, todas iguales, siguen en el casco histórico, en la llamada via Case nuove.

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Restos del instante. | FOTO: Mila Ojea

La puesta de sol  nos esperaba tras la Piazza. Bajando la cuesta encontramos las copas vacías y elegantemente ordenadas que un grupo de jóvenes había dejado sobre el muro, el resto de un momento, la señal liviana de su existencia. La gente se agolpaba en un rincón de la Via Gozzani desde donde se divisaba el fulgor último del día, la extinción de ese tiempo en espiral que para mí se había concentrado y estirado a su antojo y que ahora guardo en este texto. Me quedé detrás del grupo, alejada de su murmullo, captando para mí sola esos segundos de fortuna jabonosa y delicada, la huella iridiscente del instante.

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Último rayo de sol. | FOTO: Mila Ojea

Pensé en esto que escribió Leila Guerriero: Como distinguir a alguien a lo lejos y darte cuenta de que es una persona que querés y que viene a verte. Como estar de noche en la plaza de un pueblo iluminada con lamparitas de colores. Como pasarlo bien en una fiesta de fin de año. Como conducir por un camino de cornisa y tener miedo de morir en cada curva y sentir que estás haciendo algo poderoso y trascendente. Como pintarte las uñas de los pies cuando tenés los pies bronceados. Como correr más tiempo del que pensabas correr y sentir que podrías seguir corriendo para siempre. Como un domingo que no parece domingo. Como empezar un libro magnífico un sábado a la tarde. Como irte a dormir cuando empiezan a cantar los pájaros. Como ir al cine un miércoles a las dos de la tarde. Como entrar en una papelería y que la dueña te regale dos libros y un origami. Como ir a un recital de tu banda favorita y volver a tu casa caminando como si estuvieras fosforescente. Como la frase “Que descanse” susurrada por un extraño cuando entrás al hotel de una ciudad desconocida donde dormís en una habitación enorme con un aroma hondo y vegetal que te hace pensar en vestidos de alta costura y en el mar Mediterráneo. Como asomarte a un balcón ajeno y beber vino y fumar y tener una charla de dos horas con un desconocido. Como que te digan sí, sí quiero, sí, cuando vos también querés. Como nadar crawl en agua tibia. Como cuando la forma de besar es igual a la forma de besar que imaginaste. Como cuando tiene antebrazos resistentes, manos delgadas y clavícula artesanal. Como un gato que se duerme en tu regazo. Como cocinar un buen pan. Como cuando todos los días de las vacaciones te parece que estás contenta. Como perder la cuenta de esos días. Momentos que parecen hechos de agua y de verano. No son la felicidad. Son chispazos de alivio, lugares donde no vive la nostalgia, sitios en los que se agazapa la promesa, jamás cumplida, de que la vida va a ser siempre así.

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Despedida del día. | FOTO: Mila Ojea

Exactamente así fue aquella hora robada a la belleza. Un préstamo inalterable de trascendencia y amistad. Un impulso vital, un lunes que no parecía lunes. Sin fatigas, sin astillas, sin ruinas, perfumado de naranjos. Italia en todo su esplendor.

Un rato más tarde, C., L. y yo pasamos por un callejón y nos detuvimos ante de la puerta trasera de un restaurante. Estaban preparando el local para servir la cena y sonaba Ady Suleiman cantando “Need somebody to love” con una voz fina y aterciopelada. Dos camareros que conocían el tema a la perfección cantaban al mismo tiempo, calibrando perfectamente las virguerías vocales del original, y esas tres voces torrenciales cosidas unas a otras llenaron el rincón. No los veíamos, pero los imaginaba usando el palo de su fregona a modo de micrófono. Nos quedamos escuchando el concierto improvisado, parapetados tras el marco de la puerta, alargando esa atmósfera invisible. No queríamos truncar su entusiasmo y entrega. Y aquel vendaval musical y gaseoso salió del comedor y se evaporó sobre la ciudad áurea. Fue -sin duda- la promesa, jamás cumplida, de que la vida va a ser siempre así.

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