sábado. 27.04.2024

La playa de los leones

¿Podría existir una playa en el corazón de Londres? ¿Bajarían los leones a pasear por su senda de arena blanca como si aquello fuera un trozo de África? Todo es posible cuando uno sueña...
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Uno de los leones de Trafalgar Square vigila el movimiento de la ciudad. | FOTO: Mila Ojea

Santiago, el aguerrido pescador protagonista de “El viejo y el mar”, la obra maestra por excelencia de Ernest Hemingway, sueña cada noche con una playa de la costa africana que vio en su juventud. En su sueño, esa playa es visitada por un grupo de leones que bajan a la orilla del mar. Hay algo de onírico en esa visión, en ese lugar tan fuera de lugar para esos felinos salvajes que representan un tiempo de su vida que jamás volverá.

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Gente disfrutando de las fuentes. | FOTO: Mila Ojea

La noche antes de adentrarse en las corrientes del Golfo donde encontrará a su mayor enemigo vuelve a ver a los leones en su imaginación somnolienta. Como un aviso, como una señal de lo que le espera, imposible de interpretar. Volverá a soñarlos más adelante, en la agitación de esas horas en las que sujeta el sedal roto de cansancio en su lucha con el marlín gigante…

Se quedó dormido enseguida y soñó con África, en la época en que era muchacho, y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía y sentía el olor de África que la brisa de tierra traía por la mañana.

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Vista de Trafalgar Square. | FOTO: Mila Ojea

En el centro de Londres también hay cuatro leones majestuosos, pétreos e hieráticos. Permanecen quietos, vigilantes, mientras observan desde su altura las riadas de gente que pasan ante sus ojos cada día. Se trata de cuatro figuras que fueron hechas a partir del bronce fundido de los cañones de la flota francesa tras la batalla de Trafalgar de 1805 por sir Edwin Landseer. Las armas hechas animales.

Estamos en el corazón de la capital y aquí todo bulle. Tráfico y gentío circulan de un lugar a otro. Trafalgar Square es pura vida. Se construyó en 1830 para conmemorar la victoria de la armada británica sobre los españoles y franceses frente al Cabo de Trafalgar. Hoy en día es una de las plazas más importantes de la ciudad. En ella hay varias estatuas de personajes célebres como George Washington, cuya estatua, regalo del estado de Virginia, se encuentra situada sobre suelo importado de los Estados Unidos, ya que Washington declaró que jamás volvería a poner un pie sobre suelo británico.

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Fachada de la National Gallery. | FOTO: Mila Ojea

En la parte norte de la plaza, donde antiguamente se encontraban las caballerizas reales, se alza la importante National Gallery y bajo ella se sitúan dos grandiosas fuentes diseñadas por sir Edwin Lutyens que son el centro de la vida y las miradas de los visitantes. Se respira siempre una alegría espontánea, la gente se sienta a descansar y dar de comer a las palomas, y al llegar la noche se iluminan.

A su alrededor suele haber músicos tocando en directo para llevarse algún billete al bolsillo, manifestaciones políticas, puestos de comida ambulante, festivales y policía vigilando que todo esté en orden. En el sur de la plaza se encuentra la calle Charing Cross, considerada como el corazón de Londres. Desde este punto se miden todas las distancias. También ondean las banderas de la Embajada de Canadá.

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Músicos mezclados con el gentío. | FOTO: Mila Ojea

Y en el centro, presidiendo el área, están nuestros leones aposentados a los pies de la Columna del almirante Nelson. Esta data de 1843 y es la muestra de respeto de todo un país a este hombre que falleció mientras estaba  al mando de las fuerzas británicas en plena batalla. Está hecha de granito y alcanza los 50 metros de altura. Allá en lo alto preside el almirante la vista general de la plaza y la silueta del famoso Big Ben al final de la calle.   

Sir Edward Landseer tardó diez años en entregar a la ciudad las cuatro estatuas desde el momento en el que recibió el encargo. Para realizar las figuras tomó como modelo un león muerto donado por el zoo de Londres. Hubo un pequeño problema y es que el león real ya estaba en mal estado cuando Sir Landseer llegó a la parte del diseño las patas por lo que le echó imaginación y, según los expertos, no consiguió la exactitud requerida en los detalles.

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El león en buena compañía. | FOTO: Mila Ojea

Existe una leyenda que une al Big Ben con estas majestuosas piezas según la cual si el simbólico reloj sonara trece veces seguidas, los leones cobrarían vida, se levantarían y comenzarían a dar vueltas alrededor de la columna. Pero el fallo en el diseño de las extremidades revela que difícilmente podrían dar un paso. Pese a todo su presencia es absolutamente cautivadora.

Pensaba en ello una noche en la que estaba sentada al borde de la fuente disfrutando de mi pequeña soledad a esas horas en las que la madrugada asoma por una rendija y tan sólo me rodeaban personas y silencios que buscaban la complicidad de los segundos que escapan a la razón de ser. Había una luna de arroz con leche embadurnada de belleza que presidía su reino nocturno. Cerré los ojos un momento y escuché el reloj marcando la hora: …diez…once…doce.

Y trece.

Cuando volví a abrirlos habían desaparecido todos los que allí estaban antes. Miré alrededor y comprobé que estaba completamente sola, y la plaza se había cubierto de una alfombra espesa de arena blanca. Un golpe de brisa me movió el pelo e intuí el mar.

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El león inmutable. | FOTO: Mila Ojea

Entonces, en mi ensoñación, como en la de Santiago cuando regresaba a su costa africana, vi a uno de los leones deslizarse de su podio con elegancia y tersura. Permanecí sentada mientras él caminaba con delicadeza hacia mí y no sentí miedo en ningún momento. Sus huellas eran tatuajes que quedaban grabados en la arena, los pasos sensuales y estilizados le hicieron llegar ante mí y nos miramos a los ojos. La presencia poderosa de esa magnífica criatura era subyugante. Sólo nos rodeaba la noche muda. Me arrodillé despacio frente a su cuerpo pantanoso e incliné la cabeza hacia adelante con sumisión. Sentía su aliento caliente, un rugido ahogado, cerca de mi cabeza.

Recité en voz baja unos versos de Vega Cerezo: No es mucho, lo sé,/ pero es la única religión que he sabido explicarle a mis hijos./ Todo lo que no es selva, es muerte. El león entendió mi muestra de respeto y me permitió extender las manos y posarlas en sus extremidades deformes e inventadas, aquellas que el artista no supo construir pero que lo sostenían ante mí. Entonces desperté y todo seguía allí: un hombre bebiendo una cerveza, un grupo de chicos mascando chicle, un trompetista ordenando hojas con pentagramas en su estuche y la esfera del Big Ben brillando en la lejanía como un faro para ubicarme en la realidad.

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Trafalgar Square lleno de vida. | FOTO: Mila Ojea

Los leones permanecían en su puesto vigilante. Recordé a Santiago, su lucha agresiva y agotadora, volviendo a soñar con ellos: generalmente, cuando olía la brisa de tierra despertaba y se vestía y se iba a despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño y siguió soñando para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar y luego soñó con los diferentes puertos de las islas Canarias. No soñaba ya con tormentas ni con mujeres o con grandes acontecimientos ni con grandes peces ni con peleas ni con competencias de fuerza ni con su esposa. Sólo soñaba ya con lugares y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. 

En realidad el pescador regresaba a su juventud en ese instante de fiebre y arena. Se hablaba a sí mismo sobre la naturaleza indomable y su cálida inmensidad, sobre la imposibilidad de volver atrás en el tiempo, sobre todo lo que había ido perdiendo en el camino. La visión de los leones era el único modo de recuperar los momentos pasados en que saboreó la parte dulce del licor de la vida.

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Más allá de la plaza. | FOTO: Mila Ojea

Suspiré y me fui caminando hasta mi hotel y dejé atrás aquel momento irreal pero tranquilizador, la aleación momentánea entre ficción y raciocinio, la playa inexistente sobre los adoquines y el asfalto, el sabor de la sal prendido aún en mis labios. Pronto saldría el sol, se apagarían las farolas, los comerciantes subirían las persianas de sus locales, la mañana empezaría a oler a café y el mundo inauguraría un nuevo día. Pero yo ya sentía dentro de mí el mensaje que el león me había dejado y sonreí. Todo lo que no es selva, es muerte.

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