sábado. 11.05.2024

Lo irreparable

La suerte no existe. O sí. Eso enseña el desierto y la lluvia exasperante que cae sobre él a veces en Arizona. Una tierra roja hecha de sequía y sol, donde los perros ladran al anochecer y el polvo es una lámina flotante que cubre las carreteras. Y donde una mujer espera a un hombre que tal vez no vuelva nunca...
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Paisajes de roca y polvo en las carreteras de Arizona. | FOTO: Mila Ojea

Podría decirse que Harry Collins es un tipo peculiar. Sí, de esos que sacan un cigarrillo con los labios directamente del cajetín con la misma elegancia con la que desmiembran un cadáver ensangrentado en una bañera. Algo así. Trabaja como agente de policía en la ciudad de Phoenix, en la ardiente Arizona. Es deslenguado, supersticioso y con un código moral particular. Sólo tiene un mechero que le regaló su padre –el mechero de la suerte- y dos debilidades. Una son las apuestas. La otra tiene nombre de mujer y está a punto de conocerla.

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Horizontes perdidos. | FOTO: Mila Ojea

Mientras se dedica a sus chanchullos, deudas y máquinas tragaperras tiene tiempo para entretenerse con Verónica, una chica con la falda tan corta como su inteligencia. La misma noche en que se conocen y, tras llevarla a una partida de póker que Harry pierde, le explica una jugada de cartas que tiene un porcentaje de aparecer entre dos millones. Ella no entiende nada ni le importa.

-Una vez mi padre consiguió esa mano. Y no hizo trampa. Fue en Livup, Texas, apostaban con monedas de diez. Le metieron nueve balas en el cuerpo. Eres muy mona, Verónica, pero traes mala suerte –sentencia.

La lleva a su casa y ella le da un empujón pidiéndole que se mantenga alejado. En la puerta aparece la madre de Verónica, una mujer de mediana edad, dotada de esa belleza rotunda que otorga la madurez y el saber que cierta felicidad jamás vuelve. Ella se queda de pie apoyada en el marco mirándole seria y en silencio. Harry queda impactado por esa presencia: acaba de hacer su aparición en escena la segunda debilidad de nuestro protagonista.

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Vegetación salvaje. | FOTO: Mila Ojea

Días más tarde, desplumado por las deudas, siempre transitando por el alambre y enfangándose en nuevas apuestas, va a un local donde la madre de Verónica trabaja como camarera. Ella se sorprende al verle allí, acodado en la barra.

-Me gusta tu nombre. Leila es un nombre muy bonito –dice Harry.

-No me investigues –pide ella en tono airado. –Eres un cerdo, ¿te enteras? Verónica nunca ha estado con un hombre que al final no acabara siendo un capullo. Tenías la oportunidad de ser mejor que los demás. Eres un poli, ¿lo has olvidado? La llevaste a un local de streaptease y a una partida de póker, ¿qué demonios te ocurrió? ¡Lárgate de aquí!

Cuando Leila sale de trabajar, Harry está esperándole.

-Quería decirte que tienes razón y lo siento –se disculpa. Ella le mira anonadada por su comportamiento. –De verdad, lo siento –insiste él y le abre la puerta de su coche para que Leila se meta y se vaya.

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Colinas de colores. | FOTO: Mila Ojea

El mundo de Harry se está desmoronando entre chantajes, corrupción y violencia. Nada parece limpio. Los amigos ya no contestan al teléfono. Tal vez la solución a todos sus problemas sea organizar un atraco con la complicidad de sus compañeros de la comisaría. ¿Qué podría salir mal?

Vuelve a ver a Leila en su bar, que está poniendo un viejo blues de Robert Johnson en la máquina de discos. Hablan sobre la letra de la canción pero en realidad están hablando de ellos mismos. Y no hay entendimiento.

-Sigues siendo un cerdo –corrobora Leila sin ganas de perdonar. Se sientan a fumar en la barra y Harry saca de su bolsillo una cajita dorada, un regalo que ha traído para ella.

-Es para que te acuerdes de mí –dice con ánimo conciliador. Se miran intensamente. Leila abre la caja y descubre un reloj en su interior. Un reloj bastante ridículo, infantil, con un cerdito rosa y rechoncho dibujado en el centro de la esfera. Lo examina curiosa y no puede evitar reír. Ese objeto absurdo, tontorrón, ha logrado su objetivo: abrir una grieta en el muro emocional de esa mujer.

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Granjas y depósitos de agua. | FOTO: Mila Ojea

-En fin, tenías razón, soy un cerdo –admite Harry sonriendo y pone el reloj en su muñeca cuidadosamente. –Ahora tienes un reloj con un cerdo. 

-Pues… muchas gracias –dice ella rompiendo sus reticencias mientras observa el reloj atado a su brazo. –Bueno, ¿quieres tomar una copa?

Harry declina la invitación pero a cambio le ofrece que vayan a comer a alguna parte. Ella no acepta y zanja la cuestión con elegancia:

-No quiero salir contigo.

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Las vetas del tiempo. | FOTO: Mila Ojea

Leila cierra el local y Harry la acompaña a la salida, insistiendo amablemente en la invitación. Hablan sobre la hora que es al lado del coche y de pronto empieza a llover a cántaros. Apresuradamente ella se mete en el coche para no mojarse y le pide a él que suba también. Dentro, empapados e iluminados por una triste farola, él propone ir a ver una película. Pero ella insiste una y otra vez: no puedo.

-De acuerdo –dice Harry y mira al parabrisas donde se acumula el agua que cae. –Si la gota de la izquierda gana a la de la derecha… -dice señalando con dos dedos- …tendrás que venir al cine conmigo. Allá van… allá van… ¡vamos, vamos, vamos!… ¡izquierda, izquierda!… -dice entusiasmado señalando las dos gotas que caen y ambos miran atentamente hasta que la izquierda alcanza la meta. Leila da un manotazo al volante y los dos sonríen divertidos. –He ganado –dice con satisfacción Harry y señala a Leila. – Era una apuesta y tienes que pagar, ¿de acuerdo?

Se miran fijamente, en silencio, sus rostros se acercan y se funden en un beso extrañamente dulce y abreviado. Después él acaricia su rostro, ella sonríe y él sale del coche y se aleja corriendo bajo la lluvia mientras Leila le sigue con la mirada.

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Los colores del mundo. | FOTO: Mila Ojea

Más allá de la barra de ese bar, de la máquina de música y del coche de Leila, la vida de Harry se sigue complicando. Debe mucho dinero y la desesperación no es buena consejera. Vuelve a verla en el lugar de siempre. Ella sonríe de un modo distinto al percatarse de su mirada. Cada pareja inaugura un lenguaje propio y el de Leila y Harry se basa en miradas y sonrisas, apenas necesitan palabras.

-¿Has venido a cobrar la apuesta de la lluvia? –pregunta.

-Es la primera apuesta que gano en mucho tiempo –admite Harry.

-¿Qué harás, llevarme al cine?

-Esta noche no me va bien pero… en fin… -responde él con un cigarrillo colgando de sus labios mientras, nervioso, intenta encender una cerilla raspándola contra la lija de la fosforera sin éxito. Ha extraviado su mechero.

-¿Entonces por qué has venido a verme?

-Verás, he perdido algo que siempre me había traído mucha suerte y sólo quería tener algo tuyo para seguir con la racha…

-Si yo nunca he tenido buena suerte… –responde Leila con sinceridad.

-Para mí es importante –explica Harry mirándola.

-¿Por qué necesitas suerte? –el rostro de Leila cambia radicalmente y se pone seria.

-Eso no importa –dice él agitando la cabeza y tratando de aligerar el tema. –Además, no me gusta hablar de eso.

-¿Por qué a mí?, ¿por qué no a otra persona? –pregunta Leila, ya escamada.

Harry se quita el cigarrillo de la boca y la mira a los ojos:

-Porque me gustas. Necesito que sea algo tuyo –se produce un incómodo silencio entre los dos.

-Eres un jugador, ¿quieres cambiar tu suerte?, seguramente para salir de algún mal rollo en el que te has metido – y añade con rotundidad: -Te ruego que no juegues conmigo.

-No lo haré –promete Harry. Leila le coge de las manos la cajetilla y la cerilla, él se inclina mientras ella enciende el fósforo y lo acerca al cigarrillo de su boca. -¿Puedo quedarme esas cerillas?

-Claro.

-¿Qué tal si me paso mañana a desayunar? –propone.

-Me encantaría –responde ella sonriendo otra vez y, antes de que se vaya, añade: - Harry… -y se lanza a besarle tomando su rostro entre las manos, deteniendo el tiempo y la música y la mala suerte que acecha.

-Gracias –dice él con timidez y se marcha.

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Miles de años os contemplan. | FOTO: Mila Ojea

Una cajetilla de cerillas no es suficiente amuleto cuando la suerte no está de tu parte. Ni siquiera cuando la mujer que amas la ha tocado y ha encendido un fósforo a la primera ante tus ojos. Hacen falta muchas más cosas para salir vivo de todo. Eso enseña el desierto y la lluvia exasperante que cae sobre él a veces en Arizona. Una tierra roja hecha de sequía y sol, donde los perros ladran al anochecer y el polvo es una lámina flotante que cubre las carreteras.

Los camiones pasan a toda velocidad tocando sus bocinas y rompiendo el paisaje de cactus y roca, de viento y arenisca, de relojes que se detienen para siempre. Leila fuma al lado de la ventana y observa las luces rojas y azules de un coche de policía que pasa a toda velocidad por su calle. Está inquieta, desubicada y no puede dormir. Dormir es imposible.

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Extrañas formaciones. | FOTO: Mila Ojea

Una apuesta es una apuesta pero hay momentos en los que la única salida es huir. Quizás así la mala suerte deje de perseguirte. Nada sale como tendría que salir y cruzar la frontera con una herida de bala en el estómago no puede acabar bien.

-Phoenix está en un lugar donde ninguna ciudad debería existir –dice Dolores, la camionera que ayuda a escapar a un Harry sudoroso pero aún no derrotado. – La leyenda cuenta que un hombre vendió su alma a cambio de un poco de agua.

-No es mi alma lo que me preocupa… -responde él- … sino mi suerte.

-La suerte… Nunca es tarde para intentar cambiarla.

En la radio suena un viejo blues de Robert Johnson, el mismo que Leila escuchaba en la máquina de discos. El destino te hace estos guiños, es su modo de burlarse y destruirte. Ahora todo parece muy lejano, como si nunca hubiera sucedido. Harry sonríe al recordar.

-Una mujer es como una cómoda. Siempre tiene algún hombre revolviendo en sus cajones –dice en voz baja, mirando al vacío.

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Desierto y viento. | FOTO: Mila Ojea

¿Y si fuera posible? ¿Y si el viento cambiara de dirección? ¿Y si Harry encontrara otra vez su mechero de la suerte? Podría quemarlo todo con él. Podría empezar de nuevo. Hay noches que son un túnel interminable y sórdido. Todas las ciudades parecen nuevas cuando sale el sol, como un regalo inmaculado dispuesto a ser abierto una vez más.

Esas carreteras polvorientas y estaciones de servicio decrépitas, ese cielo rojo y trágico, esas huellas de neumáticos en el asfalto y ese viento pesado que erosiona las cunetas con olor a gasolina es el que retrata la película “Phoenix” (Danny Cannon, 1998).

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Lejos de todo. | FOTO: Mila Ojea

Esas mujeres que bailan desnudas y esos hombres que fuman un cigarrillo tras otro están hechos con el sol que arde cada día en la soledad del desierto de Flagstaff. Las colinas, pigmentadas de colores imposibles, son lomos de elefantes que yacen dormidos. Aúllan los coyotes a la luna.

Es la América profunda. Hecha de letreros de neón, postes de ferrocarril y promesas sin cumplir. Allá donde nadie vive. Todo resulta de una pureza atemporal, devastadora y fatalista. Los besos se queman en el incendio que es la vida. Sólo quedó eso después de todo. Aquel blues impenitente, aquella mirada cáustica y aquel abrazo que nunca dijo adiós: lo irreparable.

Lo irreparable
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