domingo. 12.05.2024

Geografías policromadas

Volver al origen no es tarea sencilla pero los toraja de la isla de Sulawesi mantienen intactas sus creencias y costumbres. La pureza y el significado de sus construcciones nos puede explicar muchas facetas del ser humano. Especialmente a los que hace mucho que vivimos lejos de nosotros.
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Detalles de la fachada de un tongkonan. | FOTO: Mila Ojea

Sospecho que hay lugares que esperan al viajero y la vida me ha dado pruebas de ello. Lugares preparados para ser llamados “hogar” con todo lo que ese concepto implica. Hay tantos significados de hogar como personas y yo he encontrado varios en mi ruta voraz por el mapa de este planeta deslumbrante que vamos resquebrajando poco a poco.

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Tongkonan alineados. | FOTO: Mila Ojea

A Mario Obrero, poeta revelación henchido de talento que ganó el Premio Loewe de Poesía en 2020 con tan sólo 17 años, le preguntaron en una entrevista si ya sabía quién era. Desde esa edad vertiginosa, efervescente, su respuesta fue sé más quién no soy, por ahora. Sé que no soy alguien que haya nacido en grandes paseos marítimos asfaltados. Que no se me olvida que mi bisabuela Ana parió doce hijos bajo un olivo en Adamuz, Córdoba, y sobrevivieron seis. A partir de ahí… Lo rizomatoso es esencial, el buscar la raíz, dar la vuelta, indagar en las esquinas más oscuras de la comprensión. Uno de esos hijos, mi abuelo Antonio Obrero, llegó a Carabanchel con un mes metido en una caja de zapatos y llorando como un conejo. Para mi poesía es esencial esa caja de zapatos. A través de ella desconfino los apartamentos selectivos del tiempo. Pasado, presente o futuro son algo ficticio.

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Formas y colores de las fachadas. | FOTO: Mila Ojea

Voy en busca de hogar y en busca de origen, alejándome yo también de paseos marítimos asfaltados y oficinas de turismo taladradas de folletos y escombros, para encontrarme a mí misma en un poblado metido en el corazón verde de la selva de Sulawesi. Esta isla indonesia, entre el archipiélago de las Molucas y Borneo, contiene una de las regiones que más me han impresionado en mi vida nómada: Tana Toraja. Aquí encontré el Árbol de las Almas, unas gentes sencillas que mantienen contra viento y marea sus tradiciones y la extracción de momentos inmensamente felices que me ha brindado el camino.

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Figuras de madera tallada. | FOTO: Mila Ojea

Como le sucedía a Mario Obrero, sus casas son esenciales para mi poesía. Esto que yo llamé hogar, hoy es un recuerdo nítido que permanece en mí y me sigue explicando cómo es el ser humano, esté donde esté, pise el suelo que pise. Partimos de la humildad absoluta, del saber hacer de los antepasados, de una identidad sostenida en sólidos mimbres, del conocimiento transmitido a través de generaciones.

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Paseo por una calle de tongkonans. | FOTO: Mila Ojea

Se llaman tongkonan y son las viviendas tradicionales o rumah adat de la etnia Toraja que aquí vive. Esta construcción, con la extraña forma de una barca sobredimensionada o una silla de montar, reviste una volumetría fuera de lo común. Antiguamente, en las más grandes vivía la nobleza de la comunidad, y el resto en otras más pequeñas llamadas banua. Su nombre proviene de la palabra tongkon, que alude al verbo “sentarse”, y deriva en tongkonan o “lugar para el encuentro de la familia”.

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Techo decorado en la parte inferior de la vivienda. | FOTO: Mila Ojea

Según la leyenda, la primera casa fue construida en el cielo por Puang Matua, El Creador. Este basó la obra en los cuatro puntos cardinales, colocando un poste en cada uno y, una vez levantada, hizo el tejado con una sábana de tela india. Cuando el primer ancestro toraja bajó a la tierra, repitió la construcción a semejanza de la celestial y después celebró una ceremonia. Hoy en día una familia tarda unos tres meses en construir una de estas moradas, otro mes para tallar y pintar las paredes exteriores, y otros tres en decorarla, ya que es una tarea muy meticulosa.

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Un perro dormita a los pies de los tongkonan. | FOTO: Mila Ojea

La cultura Toraja proviene de Camboya, se considera proto-malaya, y se cree que llegó a esta isla antiguamente llamada Célebe en barcas. Durante la dura travesía, un temporal destruyó sus naves y los arrojó hasta las orillas de este rincón del mundo. Se vieron así obligados a quedarse y para ello usaron las estructuras de las barcas como cubierta para sus casas. Pero aquí, en Sulawesi, fueron invadidos por los holandeses que intentaron prohibir sus costumbres y convertirlos al cristianismo más furibundo. Esta colonización los pacificó y trajo consigo un cambio obligatorio de vida en el que soterraron una existencia salvaje como cortadores de cabezas para asentarse en valles en los que reordenaron sus tareas, plantaron arroz y empezaron a criar cerdos y búfalos.

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Cornamentas decorativas. | FOTO: Mila Ojea

Existen varios tipos de tongkonan: el layuk, que es la casa de máxima autoridad o gobierno; el pekamberan, perteneciente a una familia con cierta autoridad local o adat; y el batu, la vivienda de una familia de clase media. Todas están orientadas al norte-sur y se componen de la estructura curvada sostenida sobre una plataforma de madera, con frontones de bordes levantados y tejado de cañas de bambú. Esta constituye el esqueleto y, como un esternón, en su interior se hace el cerramiento, de forma que por fuera resulta enorme pero la parte esencial y útil de vivienda es en realidad muy pequeña. Tienen pocas ventanas y son diminutas. Influye el clima de estas latitudes, un verdadero paraíso de calor y humedad, un vergel especialmente fértil en el que la vida transcurre en el exterior. Dentro de ellas se duerme, se usa como almacenamiento o para reuniones.

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Dibujos de gallos. | FOTO: Mila Ojea

Todo está pensado para cumplir una función y aquí hay tres niveles divididos verticalmente, en consonancia con las creencias toraja que resumen el mundo en tres partes: la tierra en la que viven los humanos, la zona superior donde están los ancestros y dioses, y la oscuridad donde habitan los animales. En la parte superior de los tongkonan se guarda la herencia familiar, bajo ella y sostenida por pilotes está la vivienda propiamente dicha, y en el suelo bajo la casa se alberga y domestica al ganado.

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Pieza de madera. | FOTO: Mila Ojea

Un tongkonan jamás se destruye por una razón en extremo delicada y es que, en la parte este de la casa, el lado asociado con la vida, se entierran las placentas de la familia. Es aquí donde rozamos la importancia del origen. Los toraja consideran sus casas como el ombligo del universo, una constelación en miniatura que cuenta la historia de sus ancestros, y los puntos cardinales tienen significados concretos que son la base de todas estas construcciones. Nada es hecho al azar.

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Niños jugando. | FOTO: Mila Ojea

Suelen disponerse en hileras con la entrada dirigida al norte y frente a ellas se coloca el granero de arroz o alang. Estos forman una fila paralela de edificios y son el símbolo de la riqueza de la familia a la que pertenecen. Cada vivienda representa la identidad del grupo familiar que la posee y su tradición. Aquí la sociedad es matriarcal y las mujeres ostentan el privilegio de ser las dueñas de las edificaciones. Tras la celebración de una boda, el marido se va a vivir a la casa de la esposa, y si hubiera una separación ella seguiría manteniendo la posesión pero debe compensar a su ex esposo entregándole una parte del arroz del granero.

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Visión total de una fachada. | FOTO: Mila Ojea

Vayamos a mi parte favorita, la decoración. Las fachadas de madera tallada van pintadas repitiendo patrones muy significativos en colores rojo -símbolo de la vida humana-, negro –la oscuridad-, amarillo –la bendición de Dios- y blanco –la pureza-. Todos estos pigmentos tienen un origen natural, como el hollín y la lima, y se intensifica con el tuak, un vino de palma. Los dibujos policromados y precisos, de estilo hindú budista, representan la fertilidad y la prosperidad, y dependen del status social de la familia. También encontramos motivos geométricos que simbolizan animales. En el poste central de la fachada se colocan los cuernos de búfalo y caribú, más una cabeza de búfalo tallada en madera pintada con estiércol y coronada con una cornamenta real. Esta viga ornamentada es la que más me impresionó.

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Una mujer en el balcón. | FOTO: Mila Ojea

Hay un ambiente gloriosamente cotidiano en la aldea y huele a humo viejo. Todo es un bodegón estático y caleidoscópico. Los hombres charlan alrededor de una moto estropeada. Los troncos de bambú se secan apilados en una esquina. Una mujer mira todo, con ojos pacientes, desde un balcón donde espera silenciosa su máquina de coser. Los niños corretean a mi alrededor, juegan con figuritas de madera y sonríen pillines cuando ven que les miro, sumergida en su felicidad de luna. Sus dedos párvulos y cósmicos me acarician el cabello rizado y vuelvo a ser silvestre.

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Cabezas de animales. | FOTO: Mila Ojea

He caído rendida a este cúmulo de historia y vida, a esta quimera de colores fermentados, al armisticio y su amparo. Todo encaja. Indago en las esquinas más oscuras de la incomprensión. Digo estas palabras como un soneto gotea en la piel del albaricoque / el poeta es alguien que no sabe qué o por qué pero sabe cómo –escribió el virtuoso Mario Obrero. De donde vengo tenemos marineros que humedecen sus helechos y madres que recogen ramitas de tojo después de medianoche.

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Armaduras tradicionales de los toraja. | FOTO: Mila Ojea

Sospecho que este lugar me esperaba. Ya no se desangran mis insomnios ni soy pasajera. Giro sobre mi eje con los brazos extendidos, me vertebra el ímpetu y mi vida se extiende ante mí como un campo de cereal infinito. Me recorre la onda expansiva de un temblor primigenio. Adiós, negros arcenes, adiós, cemento negro. Devolvedme a la tierra primera, plantadme, echaré raíces y creceré. No podréis segarme. Seré de nuevo, a mil kilómetros de mí.

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