domingo. 30.06.2024

Desde la última playa de Marte

Entre flores y rocas se esconde una playa diminuta que contiene todos los ingredientes del verano: paz, calor, un azul apabullante y la tersura de las horas que por allí se adormecen. Estamos en la Isla de la Pietra, un fragmento de piedra roja de Córcega donde el atardecer convierte el paisaje en otro planeta.
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Pequeña bahía y casa de los aduaneros en la Isla de la Pietra corsa. | FOTO: Mila Ojea

Nada en la vida me gusta más que el verano. Soy una mujer hecha de trigo rubio, viento sur, cerezos en flor, viñedos y golondrinas. El otoño me sube por la espalda como un escalofrío, el invierno me asesina, la primavera nunca llega o pasa de largo. Vivo en la memoria de cincuenta estíos que me construyeron bajo el sol.

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Las lanchas descansan en la bahía. | FOTO: Mila Ojea

No sabíamos qué era la prisa. No vivíamos queriendo llegar a otro lado, ser otra cosa. Éramos como aquellos arqueros japoneses aprendiendo a disparar con los ojos vendados, sin importarnos demasiado el objetivo porque el tiempo era infinito. Todo brillaba más: los callejones, las pasarelas sobre el río, los muros que nos ayudábamos a saltar. Todo era más alto y más grande. Los veranos nos permitían estar; estar en verano. Había mañanas eternas en pantalones cortos sobre sofás de escay, con vasos de Nocilla llenos de Cola Cao, y aquel frío de primera hora que aún no conocíamos. Radiocasetes de dos pletinas y radiofórmula local. Enormes globos con chicles de fresa. Noches callejeando con las luces de las bicis apagadas. Veranos en los que bastaba gritar para que alguien viniese a salvarte. El lugar donde nació este miedo a no hacer pie, escribió Pilar Alvarez.

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Un faro en la lejanía. | FOTO: Mila Ojea

En el norte de Córcega se asienta una pequeña ciudad, L'Île-Rousse, cuyo nombre en francés es uno de los pocos que podemos encontrar en esta isla del Mediterráneo que durante mucho tiempo perteneció a Génova. Se sitúa en el distrito de Calvi y atesora un islote llamado Isla de la Pietra que ha visto cómo esa aldea de pescadores se ha convertido en un importante puerto. El color anaranjado del granito hace contraste con las aguas turquesas que la acarician día y noche y convierten a este punto del mapa en una delicia para pasear, contemplar el atardecer, nadar y enamorarse.

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La bahía bajo el sol. | FOTO: Mila Ojea

Île-Rousse es también el lugar más chic de Córcega, de ahí que famosos como Jean Paul Gaultier, Elton John o Jean Paul Belmondo posean aquí espléndidas residencias de verano y palacetes. La ciudad se ha convertido en la Saint-Tropez de Córcega, un ambiente de lujo y tranquilidad que se despliega especialmente en los meses más cálidos. Cruzamos el paso elevado que une la costa con la isla, entre flores que se mecían en la brisa del atardecer. Sus identidades están tan unidas que ciudad y península se retroalimentan: el nombre de la urbe viene del color de la piedra y la han convertido en su símbolo. Hay otros promontorios más que asoman sobre el agua formando un archipiélago: Roccio, Broccio, Roccetto, Brocettu y Piana. A su alrededor se balacean suavemente los yates y pequeñas barquichuelas que llegan hasta aquí para disfrutar de su enclave privilegiado.

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Linterna del Faro de la Pietra. | FOTO: Mila Ojea

A 64 metros sobre el nivel del mar, la estrella de la isla es el Faro de la Pietra, que corona y vigila el paisaje con su linterna verde a 13 metros de altura. Domina una vista periférica que incluye la ciudad, sus playas, las colinas de La Balagne y el brillo cristalino de las aguas que lo bordean. Es una construcción blanca, sencilla y apacible, con la casa del farero pegada a sus pies, en la que apetece quedarse un rato simplemente para escuchar la voz del mar que nos mira desde abajo. Se construyó en la segunda mitad del siglo XIX, bajo el reinado de Napoleón III, y figura en el inventario de patrimonio cultural de Córcega. Compite amigablemente con una antigua torre genovesa del siglo XV, la Tour de la Pietra, que está en ruinas pero destaca por tener el mismo color que el resto de la isla.

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La Tour de la Pietra. | FOTO: Mila Ojea

La forma de la isla abraza un recodo de mar que queda protegido de la intemperie. Esta bahía casi oculta es mi lugar. Entre flores y rocas se esconde una playa diminuta que contiene todos los ingredientes del verano: paz, calor, un azul apabullante y la tersura de las horas que por allí se adormecen. Hay también una casita solitaria hecha con la piedra rojiza característica de la zona, rodeada por una espesa alfombra verde de hierba, que permanece silenciosa viendo escapar el tiempo un día tras otro. Es donde antiguamente estaban los aduaneros.

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Un cálido baño. | FOTO: Mila Ojea

En la parte alta de la cala me senté a escuchar la alegría de los que allí chapoteaban entre sifonostomos que imitaban hojas de posidonia, cometas plateados que son peces minúsculos y praderas de posidonia con bancos de saupes. Sus cuerpos bronceados sumergiéndose en el agua eran el triunfo del estío. El pórfido rojo que me rodeaba me hizo sentir que estaba, por un momento, en Marte. Y desde allí les escribo. No sólo desde ese planeta sino también desde el tiempo que no es tiempo, la infancia que dejé atrás, los almendros que siguen floreciendo y el aliento invisible de mis antepasados. Tengo las aristas tan pulidas, / me fui tatuando de agua y de tiempo. / Vengo, voy y vengo. / Soy mucho menos lo que sé / que lo que siento, canta António Zambujo.

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Atardecer de flores. | FOTO: Mila Ojea

Quise detener el tiempo, ya ven. Regocijarme en esa pausa y soledad de algas y estrellas. Era libre en mi planeta simple. Me protegía esa luz mediterránea y límpida, lejos de mi rutina laboral, los neones y las gasolineras. Quedaba atrás lo incipiente. El fuego –ese fuego- no podía alcanzarme tierra adentro. Todo lo invadía el canto bailarín de las cigarras, pájaros picoteando semillas, mi corazón expuesto como una granada, magnolios llenando de pétalos las aceras de mi vida. Bastaba gritar para que alguien viniese a salvarme. Merci pour les fleurs. Estaba embriagada por la belleza en la última playa de Marte. Se encendieron y empezaron a girar las luces del faro: era hora de marchar.  

Desde la última playa de Marte
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