Receta para construir una ola

Surfistas en la playa australiana de Tamarama una mañana de invierno. | FOTO: Mila Ojea
La ola es terca, repetitiva, feroz y erosiva, pero siempre diferente. Sin leyes. Un zarpazo de tigre atreviéndose al infinito, abanderando la libertad, sin miedo al vértigo. Lo pueden experimentar en el paseo que une las playas de Bondi y Coogee en la ciudad de Sidney.

La ciudad australiana de Sidney convive con el mar en perfecta armonía, tanta que uno duda cuál de los dos estuvo antes allí, la urbe o la marea. Hay un baile arquitectónico entre las aguas y las calles, las barriadas levantadas en los acantilados, las casas asomadas a pendientes que se deslizan hasta jardines bañados por el océano. Además cada barrio tiene una personalidad definida, marcada y abierta al visitante.

Surfistas en las aguas de Bondi Beach. | FOTO: Mila Ojea

Entre Bondi y Coogee han trazado un sendero escénico, el Eastern Beaches Coastal Walk, que discurre a lo largo de 6 kilómetros entre rocas y vegetación. Recorrerlo resulta un estímulo para los sentidos. Hablar de playas aquí es hablar de un estilo de vida, cosa seria. Lo llaman “aussie style” y es que los australianos saben mucho de vivir con calidad. Eso se refleja en la estructura de sus localidades y el cuidado que ponen en todo lo que hacen. Este camino en concreto no tiene ninguna dificultad, está adaptado a personas de todas las edades mediante escaleras y pasarelas, con varios miradores o zonas acordonadas desde las que asomarse o sentarse a disfrutar de las espectaculares vistas. Hay aseos y fuentes en las que rellenar su botella o echar un trago de agua y recodos en los que tumbarse en la hierba.

Piscina oceánica del club Bondi Iceberg. | FOTO: Mila Ojea

Se puede hacer en ambos sentidos, a elección del viandante. Yo comencé en Bondi Beach, de modo que el mar me fue acompañando a la izquierda de mis pasos. Después de permanecer un rato admirando las acrobacias de los surfistas que llenan esta playa salvaje y azulada, subí por la calle hasta el club de natación Bondi Iceberg. En este punto del extremo sur empieza oficialmente el paseo. Verán una gran piscina oceánica que comparte espacio con el mar, siempre hay alguien nadando en sus aguas saladas especiales para el entrenamiento, en ocasiones con restos de algas que las mareas han depositado en su fondo. Bajo una bandera australiana que ondea, las sirenas con pies se deslizan elegantemente mientras el oleaje ruge pegado a ellas.

Barquitas de madera entre las rocas. | FOTOS: Mila Ojea

Desde el promontorio se pueden ver en invierno –de mayo a noviembre- ejemplares de ballenas jorobadas realizando su migración anual. Observen las rocas, su castigo incesante ante la bravura de las aguas. No pierdan detalle, en algún rinconcito encontrarán unas diminutas maquetas de barcas que alguien ha colocado cuidadosamente. Las urracas se posan en los vallados y las gaviotas nos miran acurrucadas a salvo de las gotas salpicadas. Los carteles al borde del camino nos irán contando la historia de los aborígenes que vivían aquí antes de la llegada de los conquistadores ingleses.

Invierno en Tamarama Beach. | FOTO: Mila Ojea

Al sur de McKenzies Point, un saliente que divide la zona en dos playas, encontrarán el Mark´s Park donde maravillarse con los grabados rupestres aborígenes tradicionales de más de 2.000 años de antigüedad y esculturas al aire libre, antes de continuar hacia Tamarama Beach. La reconocerán por su torre de vigilancia circular. A dos kilómetros de Bondi bajaremos a esta playa apodada ¨Glamarama” por toda la gente guapa que viene aquí a lucir bronceado y jugar al vóley. Aprecien el desfile de adrenalina de surfistas que entran y salen del agua. Dicen que esta es su playa favorita y es comprensible. Cabalgando fieramente olas verdosas rematadas por espuma de hojalata, comprenderemos ese ansia del ser humano por vencer lo invencible.

Observando a los surfistas. | FOTO: Mila Ojea

Bordearemos los acantilados donde la lluvia ha dejado pequeñas charcas en las que juguetean las gaviotas. En Marine Drive, a veces se ve a algún pescador, caña en mano, esperando pacientemente los frutos del mar mientras vigila que las gaviotas no le roben lo pescado. Nos cruzaremos con gente que hace footing, otros que pasean a sus perros, y turistas mezclados con “sidneysiders” que aprovechan sus horas libres para pasear como nosotros. Siguiendo la ruta llegaremos a Bronte Beach. Aquí los surfistas pueden probar las olas en el extremo sur o los rompientes de playa en el norte. Con un gran parque detrás flanqueado por enormes árboles que incluye instalaciones para barbacoa, cafeterías y gente jugando al fútbol. Estos suburbios del este de Sidney acogen a numerosas familias que disfrutan juntos de sus horas libres.

Cementerio Waberley. | FOTO: Mila Ojea

Antes de llegar aquí ya habrán visto, a lo lejos, el pintoresco cementerio Waberley, una alfombra verde de hierba que se extiende por una pendiente salpimentada de cruces blancas. Al llegar a este punto de la Reserva Calga, quedará a su derecha y podrán comprobar no sólo su extensión sino también el respeto que emana. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad y en este camposanto descansan personas tan importantes como el poeta más famoso de Australia, Henry Lawson. Todos somos un lienzo en blanco.

Texturas en las rocas. | FOTO: Mila Ojea

Tras el cementerio llegaremos a Clovelly Beach, una zona con plataformas de hormigón que permiten disfrutar de una bahía estrecha y protegida, magnífica para bucear. Pese a que parece tranquila, aquí pude fotografiar las huellas que el océano deja en las rocas. En un entrante bajo el edificio del Clovelly Hotel comprobé cómo la caricia y el arañazo constante del agua han moldeado formas sinuosas y texturas lechosas. Los corroídos colores naturales han dado lugar a una pequeña obra de arte natural y en lenta pero constante transformación.

Paisajes de roca y agua. | FOTO: Mila Ojea

Hay un punto de ruptura en este lugar, ya que el camino cambia. Aparecen pendientes más pronunciadas, la vegetación es más salvaje y desordenada y las playas no se ven tan cuidadas para los bañistas. Entre los árboles veremos la curva cerrada de Gordon´s Bay, un pequeño arenal abrazado por las rocas recubiertas de algas en las que dormitan las barcas de pesca. Desde arriba no lo apreciaremos, pero esta bahía esconde un sendero natural submarino de 600 metros que hace las delicias de los buceadores.

La ciudad convive con el mar. | FOTO: Mila Ojea

Y así llegamos a Coogee Beach, punto final del recorrido y reserva marina protegida. En Dolphin´s Point, frente a su playa, asoma tímidamente Wedding Cake Island, cuya función parece ser amansar las olas y por ello aquí no hay el surf que hemos visto anteriormente. Se disfruta de baños tranquilos, un parque en el que hacer picnic y cuatro piscinas oceánicas. Los turistas se agolpan comiendo pizza en la terraza del Coogee Pavillion. Este es uno de los barrios residenciales periféricos más antiguos de Sidney, con numerosos edificios históricos y una vida ordenada y placentera.

Pesca en los acantilados. | FOTO: Mila Ojea

Hemos hecho el camino y ya somos un poco parte de esta ciudad. Ahora viene cuando me pongo melancólica. Y es que disfrutar de ese espectáculo que es el océano estallando frente a uno invita a guardar un espacio para la reflexión. Como todo en la vida, cada ola es irrepetible. Nunca una masa de agua en movimiento será igual a la siguiente. La ola es terca, repetitiva, feroz y erosiva, pero siempre diferente. Sin leyes. Un zarpazo de tigre atreviéndose al infinito, abanderando la libertad, sin miedo al vértigo. En este corto viaje empecé un coleccionismo de arquitectura acuática. Esa fuerza arrolladora inaugura formas nuevas, toma cuerpo y en un golpe ceremonioso y certero tiene la capacidad de adulterar el pasado. Donde rompe la ola: ahí empieza el mundo.

Esperando la ola. | FOTO: Mila Ojea

Me cuesta entender qué destino darle a toda esta belleza, hacia dónde traficar este paisaje. Por eso me repliego y lo consumo de a poco, para que dure más. En algún momento terminará –terminarán el cielo y el mar y las rocas como animales castigados por las olas al pie de la casa en la que vivo-, y eso me hace pensar en los finales. El final de un amor, el final de un matrimonio (no es lo mismo), el final de una sinfonía. A veces, simplemente, se trata de que hay que terminar las cosas, y en ocasiones no existe una manera virtuosa de hacerlo. Supongo que lo que quiero decir es que mientras vivo aquí y me despierto mirando gaviotas y respiro el aire de los pinos sé que todo esto tendrá un final y que será un final desastroso porque tendré que irme y que, aunque regrese, nunca podré regresar a este mismo tiempo y con esta misma vida y siendo la que soy ahora, pero no por eso voy a renunciar a leer hasta el último renglón de sus páginas, ni voy a dejar de ver hasta el último minuto de todos sus capítulos, ni voy a dejar de clavarme en la memoria todas las líneas de este guion antológico y guardaré, hasta el último momento, la estúpida esperanza de que todos los caballos salgan de sus corrales para impedir que me vaya, que los ecos de amores lejanos dejen de llamarme así, que se olviden de mí como yo me olvidaré de ellos con el tiempo y la distancia y nos chamusquemos cada uno en solitario, yo junto al cielo y el mar y estas piedras y este sol apabullante. No va a suceder. Pero debería. Siempre hay que pedir más luz. Déjenme arder, escribió Leila Guerriero.

Rincones para pensar. | FOTO: Mila Ojea

Nada podrá amansarme, ni lo quiero. Guardo en mi cuaderno el regocijo de la metáfora, el primer rayo de la tormenta, una sombra de chacales, la hiedra que se retuerce por las paredes de mi alma, postales del desierto, la receta para construir una ola. Elijo el lado soleado para caminar, al borde de los maizales y el océano, huyendo del griterío. No me desvío del sendero que quiero seguir. Y en ello estoy.