Esa radiación llamada tiempo

Niños asomados a la ventana de un colegio en Betafo. | FOTO: Mila Ojea
En Madagascar viví por primera vez una experiencia inolvidable: visitar un colegio. Ese momento emocionante rodeada de gritos permanece para siempre en mi memoria. Los niños nos dan lecciones que la vida ya les ha enseñado a ellos.

Me gusta mucho esta anécdota que el escritor Jacobo Bergareche contó una vez: cuando aún podía meter a mis tres hijas en la ducha a la vez, antes de que el baño pasara a ser un asunto íntimo de duración indeterminada y no aquel parque acuático en miniatura que tanto disfrutábamos, se me ocurrió decirles a las niñas que había comprado unas pastillas que si las tomaban no crecerían y podrían ser siempre así, niñas, y todo sería mucho más fácil y más divertido que hacerse mayor, las vacaciones de verano se extenderían siempre tres meses, los Reyes no dejarían de venir, no tendrían exámenes y seguirían queriéndonos tanto como nosotros a ellas. Saqué unas pastillas de menta para la tos, y les pregunté en la cena si las querían tomar. Hubo un momento de silencio y cierta tensión, no sabían si bromeaba o lo decía en serio. Entonces Alicia me miró con gesto muy grave y me dijo que era mejor que no las tomaran, porque si ellas se quedaban siendo niñas para siempre, los demás seguiríamos envejeciendo, moriríamos y entonces quién les cuidaría a ellas, ¿quién les haría tortitas y fiestas de cumpleaños? Sus hermanas quedaron convencidas por este argumento y yo tiré las pastillas a la basura. A muy pronta edad renunciaron a la inmortalidad y la eterna juventud, de alguna manera entendían ya que envejecemos para poder morir a la vez que muere ese mundo fuera del cual no querríamos vivir.

Vistas de la aldea de Betafo. | FOTO: Mila Ojea

Efectivamente, a ciertas edades puede sorprendernos el alcance de la mente que estimamos todavía ignorante y feliz sobre la realidad de la vida. Pero el mundo es muy grande, el tiempo no es infinito y las diferencias entre las distintas infancias de los que lo habitamos quedan patentes para el viajero que las va encontrando en su peregrinaje continuo.

Pillados en el aula. | FOTO: Mila Ojea

En Madagascar viví por primera vez una experiencia inolvidable: visitar un colegio. Habíamos comprado material escolar en Antsirabe e íbamos cargados con bolsas de cuadernos, lapiceros y ceras de colores. Estábamos en la zona de Betafo, rodeados de arrozales verdes y pequeños talleres de fabricación de ladrillos, y preguntamos a las mujeres del pueblo, que nos dijeron que la escuela estaba cerrada. Era una mañana soleada perdida en el calendario, un día completamente normal, por lo que su respuesta nos extrañó un poco.

Una pequeña revolución. | FOTO: Mila Ojea

En los huertos vimos a unos adolescentes vestidos de uniforme y nos informaron de la ubicación exacta del colegio. Tuvimos que subir por una colina, disfrutando unas maravillosas vistas de la aldea, a través de caminos que seguramente eran puro barro durante la estación húmeda. Finalmente llegamos a la escuela, una estructura de dos edificios de planta baja con porche que albergaban tres aulas y una bandera malgache orgullosamente plantada en el centro.

Desorganizando la mañana. | FOTO: Mila Ojea

Las caras de los niños cuando nos vieron aparecer en la puerta de las aulas fue impresionante. Se formó un pequeño revuelo al detener la clase para hablar con las profesoras, exponer qué hacíamos allí y pedir permiso para entregar nuestros regalos. Aceptaron encantadas, el murmullo y la expectación tras ellas iba en aumento, por lo que explicaron a los niños que les íbamos a dar, uno por uno para asegurarnos de que nadie se quedara con las manos vacías, las libretas y material que portábamos. Madagascar es uno de los lugares con más pobreza que he visitado y una pequeña ayuda como la que portábamos podía suponer un gran alivio a las familias de aquel pueblo cuyas humildes casitas se desperdigaban entre estanques, arboledas y campos cultivados. A nadie, aquí, le preocupa lo más mínimo la inmortalidad o la eterna juventud.

Una sonrisa en la ventana. | FOTO: Mila Ojea

Fuimos entregando los presentes y recuerdo especialmente la diferencia de comportamiento que hubo entre las aulas de los pequeños –que permanecían en silencio asombrados y observándonos tímidamente- y los mayores –que formaron una algarabía de gritos y gestos, y posaban entusiasmados cuando hacíamos fotografías-. Después curioseamos por las aulas, viendo los viejos mapas colgados en las paredes desconchadas, la pizarra con los últimos apuntes a tiza, los libros de hojas amarillas con esquinas rizadas y los lápices mordisqueados.

Cantando para nosotros. | FOTO: Mila Ojea

Pero lo mejor de esta experiencia, el verdadero regalo de aquella mañana inolvidable, fue que los chiquitines, al terminar el reparto de material, nos agradecieron el detalle cantando a coro una canción en francés, “Mon coeur”, mientras posaban las manos sobre su pecho con puro sentimiento. Algunos sonreían nerviosos y otros atendían a la maestra que dirigía los compases. Esos minutos improvisados, sensibles y conmovedores quedaron para siempre grabados en mi corazón. Fueron sin duda el regalo más mágico de mi viaje por esa isla inmensa y nunca, nunca olvidaré aquel instante musical y efímero.

Foto de grupo. 

Ya metidos en harina y viendo que habíamos revolucionado por completo la rutina escolar –chavales apilados en las ventanas, otros subidos a sus sillas o saltando de un lado a otro del aula- salimos todos al patio y nos hicimos una foto de grupo mientras todo el mundo chillaba alterado, cantaba y enloquecía por momentos. Fue un triunfo organizarnos por altura y estar quietos para el retrato pero lo conseguimos. Cuando nos marchamos de allí, presos de la emoción, la muchedumbre de diferentes tamaños nos dijo adiós con la mano, apiñados en el porche, y guardamos para siempre el recuerdo de aquellos ojos de los que brotaban flores mirándonos por última vez e iluminando el mundo.

Un instante inolvidable. | FOTO: Mila Ojea

He llegado por fin a lo que quería ser de mayor: un niño, escribió Joseph Heller. Renunciamos a la inmortalidad una y otra vez. ¿Quién quiere vivir para siempre? ¿Qué sentido tiene permanecer en lo inconmensurable? Avanzamos, mejor o peor, dejamos atrás los juegos, pisamos otras aceras, habitamos otras casas. Nuestro cuerpo cambia, se adapta, nos castiga o agradece, se regula, vaga diezmado, nos demuestra quiénes somos. Quedan atrás tantas cosas. Amarramos la corteza de los pocos recuerdos que se van diluyendo arrasados por esa radiación llamada tiempo. Luchamos por mantener la esencia. Probamos otros vinos, otras pieles, abrazos distintos. Abrimos ventanas para permitir que una línea de sol se pose sobre nuestro rostro. Nos gobierna un cansancio nuevo que obliga a aceptar que, sí, por desgracia fuimos expulsados de la niñez para siempre.